mayo 16, 2011



A través de la juventud se corre a prisa

no sin caer, no sin herirse las rodillas, las palmas de las manos
o alguna otra víscera en desgarros de relojería.

Pero la infancia –por tardía que esta sea- es más lenta
no acaba nunca
como unas vacaciones que duran siempre
o una tarde de verano que permanece toda la vida.

Es ahí, en ese lugar entre la niñez y la memoria
donde está quebrado el cuarto mandamiento sobre la mesilla de noche.
Junto a su cadáver, plegada,
la hoja del cuchillo que empuñé contra mi padre

durante un segundo toda aquella tarde de verano.

También, las palabras terribles que ahora no repetiré.

Y al lado, en un vaso, basten las lágrimas que vertió para que le perdonase.




No lo hice.



Sé que jamás se lo diré y que cada minuto que pasa
estoy más cerca del día en que no podamos olvidarlo.




Pero no me importa.

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